martes, 27 de septiembre de 2022

Tempo maestoso. Una lectura de El siglo de las luces.

por Carmelo García Rocha

Es llamativo que la literatura de Alejo Carpentier sea el producto de un injerto cultural en el Caribe parecido al de sus contemporáneos V.S. Naipaul o Marise Condé. En los tres casos, la procedencia europea o hindú y la mezcla de pertenencia y distancia alejó su escritura del nativismo y la dotó de un especial cromatismo centrado en la textura y en el matiz de las realidades que les había tocado vivir de manera tan cercana y a la vez tan lejana.

En el caso de Carpentier esta textura se revela esplendorosamente en las impactantes evocaciones visuales que el escritor provoca cuando se refiere a la naturaleza de las distintas Antillas (la carnosidad, las pulpas, las semillas suntuosas, o los olores a tanino y yodo de Basse-Terre; las humedades de continente mal despierto de La Guaira; las tumbas de barro frío que desaparecerán en las próximas lluvias en la Guayana).

Pero también el matiz brilla cuando menciona el paso de lo cámbrico a los primeros barroquismos de la fauna marina, o cuando nos presenta a ese patriarca abisal o Leviatán que sale a flote con una solemnidad de galeón, nos mira y vuelve a sumergirse en las profundidades para permanecer allí acaso durante siglos.

O cuando menciona el ejército sumergido en bajo la cambiante plasticidad del mar (ya glauco, ya liso como laguna de altiplano), o la alucinada visión en el mar por la noche de catedrales sumergidas, caladas por rayos de soles abisales, que iluminan el país de las fosforescencias.

Mención aparte merece la presencia de la selva impenetrable y sus insectos que socavan las uñas, de donde salen indios que prostituyen a sus mujeres, a donde huyen los negros río arriba pensando que por allí llegarán a su primigenia África, o en la cual encuentra su única derrota Víctor Hugues, el investido, el hombre rutilante, el Robespierre de las islas, que declara ese territorio “misión imposible” en medio de miserias que nos recuerdan la temeraria y cruel incursión de Lope de Aguirre tan magistralmente narrada por Ramón J Sender o filmada por Carlos Saura o Werner Herzog.

Son también impactantes, por otro lado, las connotaciones musicales que Carpentier otorga no solo a los títulos de alguno de sus libros (ejemplo La consagración de la primavera, Concierto barroco) sino, por ejemplo, a la percepción de la lluvia en el bosque en clave de tempo maestoso, de los olores como magnificat, de los cabos del barco como asícronos crujidos o el viento en el mar como vasta sinfonía, e incluso como del crudo episodio del asalto sexual colectivo en la playa, del que también se desprenden notas de asordinado concierto.

La plasticidad de la prosa también impregna la violencia ejercida por los humanos (los negros colgados con ganchos de las costillas con buitres posados sobre sus hombros; los huesecillos de la mano del cadáver del fusilador de Lyon que suenan al ser masticados por los cerdos como bellotas entre los dientes…), a las cosas (balas calentadas al rojo por el inglés supliciando la ciudad, moscas cebadas revoloteando sobre la sangre pringosa del patíbulo, encuadernación de la Constitución con piel de blanco…).

Cada tanto nos encontramos hallazgos como estos, o como otros de intraducible versión en otros lenguajes. ¿Cómo explicar o filmar o pintar el olor a “cadáver de prelado en danza macabra”, el papel de la prostituta de Paris como “bailarina venida a menos” o como “venus de la Isla Mauricio”?

Pero dejando atrás lo telúrico y lo onírico, Carpentier sitúa lo épico en plena Revolución francesa, lo que le sirve de excusa para describir (no para teorizar o hacer tesis)  el pequeño territorio que separa las pretensiones de una nueva humanidad, de un mundo mejor, con los despeñaderos de irrealizables utopías. Territorio en el que habitan casi solapados los asesinos en excedencia a la espera de amnistía, los asesinos que no aguantaron, los chaqueteros que operan bajo la coartada de la necesidad política, los acadianos echados por los protestantes y defraudados por los católicos, los grandes blancos calvinistas que tratan a Las Casas como a un criminal por haber visualizado el drama de la colonia, las comedias cuáqueras de los estadounidenses, los negros que volvieron a donde solían, los indios ignorados por la Historia, o los caribes, que no solo que quedaron sin epopeya sino que desaparecieron del  mapa como pueblo para siempre.

Y emerge entre todos los personajes Sofía, cuya impronta idealista hace que deje atrás la época de la carne aterida, el fingimiento y el cepo, y se dirija a un mundo que cree épico en compañía de Hugues, su antiguo amante, junto al que redescubre su cuerpo como religión de la carne colmada y la palabra anterior a toda poesía, pero del que huye cuando descubre que empieza a oler a incienso para viajar a Burdeos y luego a Madrid, donde vive bajo la apariencia de respetable y recatada dama criolla hasta que, de nuevo, el impulso idealista que lleva dentro se rebela en ella el 2 de mayo de 1808 y le hace exclamar un “vamos allá” que supondrá la pérdida definitiva de su rastro, con toda probabilidad sepultado junto a la ingente masa de perdedores de la Historia.

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